A la memoria de Adriana Díaz Crosta. A mi esposo, siempre.


© Norma Segades - Manias
Julio, 1991

Epígrafe.

“Ahora que calienta el corazón
aunque sea de a ratos y de a poco”

Mario Benedetti

Dedicatoria.

A la memoria de Adriana Díaz Crosta.
A mi esposo, siempre.

Prólogo.

Bajo el sugerente título: “A espaldas del silencio”, Norma Segades Maniás, representativa poeta santafesina, nos acerca su libro.
“La poesía es inspiración divina”, por eso nos emociona y su música nos llega al corazón. Esa fue la enseñanza que me dejó el profesor Enrique González Trillo, quien perteneciera al Grupo de Florida.
Y la poesía de Norma es verdadera poesía, inspirada en el sentimiento estético de lo íntimo con cuya magia nos lleva al territorio de lo lejano.
En ella se perciben, desdibujados en el espejismo distante de lo inasible, los sueños con que nos invita a emprender el viaje lírico hacia las regiones maravillosas del amor, con su aparente indescriptible irrealidad.
Se diría que en el mundo poético, lo distante es una proyección hacia lo íntimo, y lo íntimo, a su vez, una palpitante condensación de lo lejano.
Lo vemos en: “Yo no te exijo el fuego”, poesía con la que abre el libro:
“No comprendo el amor de otra manera que este aliento tenaz, impenitente, labrando los desnudos calendarios con un filo de arados celebrantes horadando los úteros del polvo.”
Así es como Norma, en sus composiciones, opone, al par que se reúnen en tensión creadora, los dos grandes polos de la verdadera poesía, la lejanía y la intimidad.
Norma vive esta polaridad con intensa emoción y la transmite al lector con una admirable variedad de matices, plenos de interior musicalidad.
El sonido de que hablo, es el que nos llega, diestramente dosificado, cuando la poeta toma la palabra, la hace reflejo de su idea, y la traduce en hondos sentimientos.
Pero no busquemos dónde está la rima que produce esa música.
Nos pasará como nos acontece leyendo los sonetos incomparables de Borges. Surgirá, ondulante, entre las palabras con que conforma las imágenes elegidas, como ondula en sus bailes el cuerpo, la odalisca.
Las palabras de Norma en las asociaciones y reiteraciones, tanto en el verso como en los discursos poéticos más extensos, anudan su identidad y el pasar de su existencia.
Como en tantos otros de sus poemas notamos la polaridad de que hablamos cuando dice en la Pág. 33: “Entonces se me vuela la sonrisa como una golondrina deslumbrada. / Entonces las injurias se despeñan como un granizo amargo, / como gotas, / como duras contiendas miserables.”
Así la vemos ir de adentro hacia afuera permanentemente en espléndidas metáforas; y el amor, siempre presente: “en el límite del mundo”, ... “sin decir, casi nunca, que te quiero”... “Porque después de ti, / sólo me queda andar peregrinando en las tinieblas con todo el corazón hecho raíces” “Porque después de ti / sólo la noche naufragará en la orilla de mi cuerpo”
Es esta una poesía segura, con versos llenos de sugerencias y una unidad que deslumbra, llevándonos a considerar su trabajo como uno de los más importantes y singulares del momento en que vivimos.
El amor habita íntegramente “A espaldas del silencio”. Todas y cada una de sus poesías son un vehemente latido que se transmite a los lectores porque la poeta deja su luz en ellos, y, en ellos, ese sentir que termina por sumarse a la verdadera poesía universal.

Gloria de Bertero

Yo no te exijo el fuego.

Soy lo que soy.
Una mujer extraña,
una mujer sin vueltas ni preguntas
que arrastra cicatrices de vinagre
porque la afrenta le quitó hace tiempo
las frágiles migajas del asombro.
Una mujer de sueños sumergidos
que reniega de brisas y relámpagos
y rubores y vuelos y palabras
y máscaras y torpes eufemismos
asediando el reverso de sus ojos.
Soy lo que soy.
Me tomas... o me dejas.
Soy esta desmemoria de crepúsculos,
esta orfandad de duendes,
esta tierra de dura orografía, de breñales
donde erizan las lobas sus sollozos.
No comprendo el amor de otra manera
que un aliento tenaz, impenitente,
labrando los desnudos calendarios
con su filo de arados celebrantes
horadando los úteros del polvo.
Mi amor no exige nada, ni siquiera
el tributo de un beso cotidiano
ni una brizna de sol mientras trabajas
ni un símbolo que encienda la liturgia
ni caricias rodando en los agobios.
Mi amor es el amor de los que saben
que todo es un eterno desafío,
contienda de sudores, de coraje,
un combate feroz donde la muerte
siempre clava su emblema en los escombros
y la ternura es un tañido breve,
apenas una niebla coagulada
que estalla en nuestros gestos cuando el sueño
(como un árbol de olvidos subterráneos)
florece en la impiedad de sus retoños.
Soy lo que soy.
Ya ves...
No me reclames
nada más que el linaje de mi ausencia
observando tu espalda en el silencio
mientras crecen mentiras clandestinas
y yo me quito el corazón....
y lloro.

Para seguir viviendo.

¿Qué haré con el amor
si un día me faltas,
si estallan de silencio
en la arboleda
los fugaces racimos, las cadencias...
y ya no quede ardor en la esperanza
por no hallar esa voz que me conjuga?
¿Qué haré
para encontrar un horizonte,
para seguir errando entre los álamos
sin triturar las hojas que el otoño
transforma con su alquimia atormentada
en húmedos tapices de penumbra?
¿Qué zigzagueante senda de cristales
proyectará el olvido de mi rostro?
¿Quién habrá de engendrar,
por los solsticios,
extravíos de vértigo y delirio
donde habiten las penas taumatúrgicas?
¿Qué haré
con tanta ausencia en mis infiernos,
con tanta soledad acantilada,
con lloviznas de ortigas y cebollas
impregnando,
coléricas y oblicuas,
la trama envejecida de mi túnica?
¿Qué haré cuando no estés,
si las acacias
continuarán izando los noviembres,
si una turba de ramas desprolijas
tallará con campánulas de seda,
los ajados contornos de mi angustia
y no estaremos juntos
para amarnos,
para hilar las ariscas geografías,
para inscribir los sueños indomables
donde rompe el bajel del desaliento
su longitud de seca arboladura?
Y no tendré tu mano en los senderos
poblados por palabras convocantes
ni tu oído nervioso y confidente
ni tu complicidad ni tu consejo
ni tu amistad de savia diminuta.
¿Qué haré con los despojos,
si me faltas,
para dar testimonio de la apnea
con que sucumbe el viento sobre el lago
y continuar,
a paso de nostalgia,
sin la promesa azul de tu ternura?

Destino de labranza.

El nuestro es un destino de labranza,
de rústicas liturgias, de simientes,
calendarios de luna, rebeldías
y esperanzas de sal en los sudores.
El nuestro es un destino de conjuros.
Porque salimos a encender los soles,
a buscar el enigma en las raíces,
a descubrir, de pronto,
entre terrones,
la altura enharinada de la espiga
y su esencia de panes absolutos.
Hubo tiempo de andar,
camino adentro,
con el alma oxidada, hambrienta, herida,
vendimiando sollozos eventuales,
temblando ante el silencio de la infamia
maniatados por miedos y verdugos.
Pero siempre,
sin tregua ni armisticio,
desmalezamos muerte,
paso a paso,
y paso a paso levantamos sueños
para fundar feraces primaveras,
horizontes, rocíos vagabundos.
Y ahora podemos compartir la hogaza
en la mesa redonda,
sin sitiales,
donde nadie amordaza a los gorriones,
los cántaros escancian agua fresca,
la risa es franca,
los manteles pulcros,
y los hijos son alas turbulentas
que a veces suelen encender el vuelo
calzando en la cintura adolescente,
ideales de breves desarraigos,
una intención de cielos en capullo,
pero siempre regresan,
a querernos,
a compartir las dichas y las penas.
Porque no somos sino labradores,
dualidades de luces y penumbras,
sonrisa y llanto,
gritos y susurros
ungidos a un amor encallecido
que resiste, obstinado,
frente al odio,
porque la vida es esto que sucede
bajo edredón de agobios,
al crepúsculo.

Como una eterna hoguera.

De este tibio crepúsculo sin luna
huye la sombra en ancas del rocío.
Toda la luz anuncia sus orígenes,
intuye filamentos ambarinos,
se espereza en bostezos interiores.
Llega el amanecer,
pausa y sigilo,
batalla contra réquiems de silencio,
se obstina en recorrer las desnudeces
y agotado de grillos insurrectos,
enhebra su desvelo de rincones.
Ejércitos de luz liberan,
ebrios,
tumultos de un azul decapitado
que en la brecha sutil de las persianas
esboza,
con sus vuelos interinos,
los despojos compactos de la noche.
Y yo observo tu rostro,
tan distante,
prisionero de muertes transitorias,
de muertes momentáneas,
pasajeras,
de efímeras cavernas carcelarias
donde sucede el resplandor del hombre,
donde ocurre,
por siempre,
para siempre,
la cíclica condena a su osadía,
su mito de dolor encadenado
al peñón y los picos y las garras
y puñados de agudos estertores.
Despertar a tu lado cuando el día
abdica a las esferas del misterio
es como renacer de las arcillas,
es regresar a espiras turbulentas,
a la esencia primaria de los soles,
a aquella eterna hoguera donde el alma
inicia su estatura de tributo
cultivando entre surcos infinitos
y desnudas parcelas y planicies,
sus doradas semillas de horizontes.
Despertar a tu lado
cuando el alba
nos escoge herederos de su lumbre
es abrevar a sueños desvalidos
y aguardar la inquietud bajo tus párpados
para saber quién soy,
cuando me nombres.

La luz a que respondo.

El amor fue una herida en mi costado.
El amor fue un oscuro pasadizo
donde se debatía la inocencia
como paloma ciega, profanada
por perversos agravios dolorosos.
El amor fue un velamen de traiciones,
un desvarío esquivo e inclemente
cercenando a mandobles los rituales,
las agrestes corolas violentadas
por los dedos raquíticos del odio.
Y yo morí de corazón abierto,
morí como se mueren los que sueñan,
de afiladas frialdades, de sospechas,
de llagas sumergidas en limones,
de feroces destierros andrajosos.
Me debatí en oleajes homicidas
sin más resguardo que mi llanto inerme
con una identidad de mascarones
ofrendándose a crestas procelarias
y centurias de cierzos melancólicos.
Agnóstica,
perdida en mis fracasos,
renegando de sueños,
de ilusiones,
no era más que la sombra de una pena,
sólo una maloliente alcantarilla
donde el agua arrojaba sus despojos.
Entonces emergió,
por las rompientes,
el faro bautismal de tu ternura,
- candil de paz para un destino ciego -
linterna de afiebradas claridades
restituyendo todos los asombros.
Y a la orilla del vuelo,
los panales,
el estallido de un abril sereno,
la paciencia explorando mis arcanos,
arrancándome espinas, desalientos,
astillas de flagrantes abandonos.
Fue así que el corazón inhabitado
emprendió los crepúsculos intensos
detrás de tus seguras transparencias,
por ser la longitud de mi esperanza
y el destino de luz
al que respondo.

La paz de tu costado.

De nada sirve burilar los cepos
para oprimir las voces altaneras
a pura soledad,
puro ostracismo,
a puro estremecido desencuentro
desflorando tristezas de ceniza.
Se hace vital tu gesto celebrante
en mi flanco de olvidos y fracasos
donde fundar,
a paso de conjuro,
ciertos cuencos de arcilla,
ciertos cálices de oro
vendimiando racimos en la brisa.
Porque no quiero farsas
y me niego a vagar por mis derrotas
sufriendo las mareas insolentes
que azotan las aldabas de mis lunas
con simientes de sombra en rebeldía.
Porque no sirve desceñir las horas
si no tengo la paz de tu ternura
y un susurro que funde las hogueras,
que determine ritmos en la grava,
que promueva promesas y caricias.
Sin tu presencia sólo soy vacío,
un cuerpo que escindieron los inviernos,
un cuerpo desvalido,
atormentado,
rehén de filiaciones impostoras
y rencores
y muertes corrosivas.
Un cuerpo en la intemperie,
excomulgado,
observando los negros semicírculos
- legatarios perpetuos de campanas –
que les recortan cielos a las tardes
con tijeras de ocasos y cornisas.
Sin tu presencia
hay un fulgor de llanto
en la bóveda mágica del sueño
y sobran trebolares,
sobran musgos
encendiendo concilios de luciérnagas
sobre escorzos de brumas y fatigas.
Se hace vital tu gesto celebrante
en mi flanco de pena y desmemoria,
para beber a sorbos los hechizos
de esos cuencos serenos,
generosos,
colmados por la luz de las glicinas.

Presidios de la pena.

No se trata de errar por la conciencia
cabalgando hermetismos heredados
de un pueblo celta,
nómada de sangre
o auroras legendarias o racimos
o algún milagro azul que se desboca.
Se trata de olvidarme de la ausencia
(aunque la ausencia siempre se resista)
de restaurar los sellos del sosiego
zurciendo las fisuras aluviales
con torbellinos de hebras impiadosas.
Se trata de trepar las claridades,
los estambres de dalias aturdidas.
Se trata de saber que tus caricias
aún vagan por mi talle,
por mi espalda,
aún consolidan vides de memoria.
Se trata de las siestas, las lloviznas,
recodos de la vida en el asedio,
en esta latitud donde la muerte
es, solamente, mi gemido ahogado
y la frialdad del mármol que te nombra.
Se trata de negarme a los naufragios,
de eludir la agonía,
de nacerme,
de cincelar el rostro del destino
en maderas cariadas por salitres
como un burlado mascarón de proa,
de seguir navegando
por los días
aunque el dolor diluvie hiedras grises
y se muestre rebelde a mis deseos
y se trepe,
infeliz,
hacia el vacío donde escancia sus cálices la sombra.
Aunque me observen puertas entornadas
y atisben celosías implacables
y la maledicencia se santigüe
y los embozos cuelguen relicarios
y algún embrujo funde ceremonias.
Se trata de saberme rediviva,
porque tu cuerpo se marchó en el alba
pero tu amor de hogueras imprevistas,
tu amor de exploraciones y lealtades,
tu amor,
amor,
jamás me dejó sola.

Telaraña en el tiempo.

Ordenando el desván de la memoria,
arrojando cien nombres a las piras,
decenas de promesas en los sacos,
algún par de ilusiones en desuso,
antídotos superfluos
y costumbres,
creciendo como herida entre las sombras,
por desamparos grávidos de sueño,
sollozo al sur detrás de los azogues,
telaraña en el tiempo del olvido,
me asaltó la impiedad de tu perfume.
Me atrapó en sus sutiles filamentos
y encabritó la piel hasta encontrarme
habitando la huella de aquel beso
que sostuvo el amor
cuando la sangre
no conocía de otras plenitudes
y esbozaba ese cielo casi triste
y en las almenas rotas del crepúsculo
tornaba imprescindibles los arpegios
con suaves transparencias de racimos,
impecables, magníficos, azules,
allá,
bajo remotas orfandades,
donde el polen fundaba la distancia
y sus dulces primicias colmeneras convocaban,
por sendas escondidas,
los enjambres volátiles de octubre.
No sé dónde estarás,
Quién,
a tu lado,
ama esas manos de perfiles largos,
cual será el uniforme de tus días,
con qué mordazas callarás mi sangre,
mis ojos de angustiada mansedumbre.
Sólo sé que a pesar de tantas fiebres,
de tanta adolescencia transitoria,
de tanto llanto, tantas cicatrices,
de tanta ingenuidad avasallada,
de tanta muerte solitaria, impune,
somos tan sólo pulcros sustantivos
sin presagios, sin magia, sin ternura,
simulando prudentes ignorancias,
evadiendo gavillas de miradas,
suspicacias de astutas multitudes.
Aunque,
dentro del alma,
inevitable
como el puente de luz en la llovizna,
sollozo al sur,
detrás de los azogues,
telaraña en el tiempo del olvido,
ascienda por mis pieles tu perfume.

Claves para un secreto.

Bajo la altura vertical del aire,
cuando la risa es una estupefacta
llovizna al sesgo
y no hay en mis pupilas
más briznas de secretos,
más penumbras
que verifiquen hondos desamparos,
por dentro estoy quebrándome en aullidos,
por dentro estoy preñada de misterios
y nadie puede conocer el nombre
que muerde mi dolor entre colmillos,
que lapidan los golpes de la culpa.
Allí no llega nadie...
ni siquiera
la sospecha que trepa en tus abismos
como una llamarada minuciosa
y escudriña,
con celos apremiantes,
las tenaces murallas de mis párpados.
Allí...
sólo un silencio reticente,
un silencio a mansalva,
un cruel silencio,
es todo el territorio que poseo
aunque a veces estalle de silencio
y clave sus aristas en mi llanto.
Allí...
sólo mi voz mueve la roca
protectora de entradas subterráneas
a la morada rota de mi ausencia
donde todo es esperma de orfandades
escanciando su luz por los espacios.
Si fuera tan sencillo conocerse...
desflorar los arcanos...
confesarse
a cambio de un augurio absolutorio...
desandar ilusiones deslumbradas
y entregarse a la espera del milagro...
no exigirías llaves,
exorcismos,
talismanes de runas verdaderas
que derriben clausuras amarillas
y te hagan propietario de mis vuelos
y te permitan capturar los pájaros.
¿Por qué quieres llavines de memoria?
¿De qué sirven los números ocultos,
las claves,
las consignas,
las astucias?
¿Por qué quieres hurgar en las tinieblas?
No es necesario,
amor,
no es necesario...

Este amor pequeñito.

Pequeñito,
sediento,
desvalido,
huérfano de relámpagos y lágrimas,
invadió con rubores las fronteras,
abrió brechas de sol entre los muros
y avasalló a vigilias los escombros.
Su mirada de fuego desceñido
quebrantó minuciosas barricadas
y trepó por mis torres sin memoria
a enarbolar,
tenaz,
en las almenas,
su hechizo sustantivo y sedicioso.
¡Es tan poquita cosa!,
¡tan menudo!.
Ha de costarnos sangre mantenerlo,
dinastías de besos como eclipses,
espiras de locura, turbulencias
que estallen de improviso en nuestros ojos.
Se nutre de racimos encendidos,
de la vida que acecha en mi cintura,
de palabras,
de lunas a mansalva,
se embriaga en los pezones bautismales
que le brindan flamígeros calostros.
Si no logra sus treguas,
si no puede
vencer a los murciélagos de muerte,
será un prodigio grávido el recuerdo,
una redoma de nostalgia,
un parto
estallando en los vientres memoriosos
cuando inscriba su vuelo la nostalgia
sobre los miradores de la tarde,
cuando aluda a naufragios el crepúsculo,
cuando desteja el tiempo sus vestigios
en los viejos telares del asombro.

Un nombre entre mordazas.

Soy gélida asechanza de cristales,
la sombra de una sombra en la penumbra,
mis torpes desaliños derrumbados,
un muro de paciencia, un horizonte
abierto a la inquietud de los exilios.
Pero detrás de todos los espejos,
detrás de los quehaceres ordenados,
de los húmedos tiestos de azaleas,
detrás de las sonrisas,
de las lágrimas,
detrás de las caricias que mendigo,
detrás de este discreto anonimato,
existe una región que desconoces...
con ráfagas ardidas de misterios
que jamás he entregado a los olvidos.
Centinela obstinado de mi rostro,
custodias mis efímeras distancias
mientras huyen en jacas desbocadas
centurias de cilicios implacables
hacia el pulso obstinado de mi abismo,
hacia zonas de horror convaleciente
que no quiero mostrarte todavía
porque en ellas hay ráfagas de injurias
y el silencio...el silencio es un sudario
que atrinchera sus muertes en racimo.
Dispone de tus bienes materiales.
Eres el manifiesto propietario
de inmuebles, decisiones y contratos,
pero debes saber que no me tienes
más de lo que permiten mis pestillos.
Aunque me observes, serio y sigiloso,
aunque asedies las hebras de los sueños,
aunque mi cuerpo integre tu inventario
siempre seré algo ajeno a tu avaricia,
ajeno a tus desvelos infinitos.
Siempre seré mis odios, mis amores,
una niña de trenzas cercenadas
habitando sus mundos clandestinos.

Andar la desmemoria.

Este,
mi territorio de amapolas,
suele tenderme arteras emboscadas
en los desfiladeros subterráneos
y arrojarme a la furia de jaurías adéfagas
de inermes yugulares.
Entonces
se me vuela la sonrisa
como una golondrina deslumbrada.
Entonces las injurias se despeñan
como un granizo amargo,
como gotas,
como duras contiendas miserables.
Yo no quiero,
amor mío,
los recuerdos.
No quiero regresar a mis sentinas,
no quiero desgarrar las madrugadas
con lágrimas roídas en las sombras
por colmillos de antiguas soledades.
Deja que entre en la paz de tus caricias,
que me atrape el olvido en tus relámpagos
y hablemos de los niños,
de la vida,
de la noche temblando,
indiferente,
por la loca inquietud de los follajes,
de este albergue de luz,
de esta tibieza,
de esta profunda dignidad de otoño,
de este suelo embriagado de vendimias,
heredero del sol y la esperanza,
donde somos un eco palpitante
de ráfagas,
de enjambres,
de concilios,
de una constelación de transparencias
encendiendo el contorno de los sueños,
de este amor que construyen nuestros labios
a punta de ternuras
y coraje.

Los rituales azules.

Para habitar la paz de la esperanza
son siempre necesarios los rituales,
dogmas secretos,
códigos distintos
empecinando el corazón que sueña
las mágicas promesas,
los crepúsculos.
Son casi imprescindibles los silencios,
la fragancia a ascendentes floraciones,
esa caricia azul que se espereza
en la áspera fatiga de tu hombro.
Andar por los senderos de la tarde
bajo un cielo con nubes enceibadas,
viendo,
en la longitud de los confines,
desplomarse el rebozo de la noche
ante la luz de ansiosos semilunios.
Después vendrá la entrega y el asombro,
después los desconciertos y la hoguera
y el prodigio de cuerpos fecundantes
y el zumo constelado aletargando
la tierra embravecida de los muslos.
Después deslumbraremos las entrañas
en los umbrales hondos del deseo,
desbordaremos todas las colmenas
donde gimen las ascuas desolladas
y se calcinan,
ebrios,
los capullos;
antes es necesaria la paciencia,
es necesario un pétalo en suspenso,
semillas de caricias apaisadas
y un altar esculpido en la ternura
donde cumplir los códigos secretos
mientras,
afuera,
se desangra el mundo.

Amor sin golondrinas.

A quienes el destino
les exige el tributo de sus noches
y les niega la gracia del amor.


Entre el estiércol de mis noches largas,
cuando la indiferencia es una mueca,
cuando musgos de muertes maniatadas
lloviznan sus jadeos corrompidos
sobre mi yermo lecho de cenizas,
entre muslos helados,
entre grietas,
entre desfiladeros donde acecha
un hastío de risas degradadas
quebrando longitudes de destierro,
desangran los eclipses agresores
la esencia de este amor sin golondrinas.
Pudo ser con la luna en bandolera,
con rituales de otoños sin sonrojos,
con la complicidad de los jazmines,
con cinturas de lagos y callejas,
con ecos de campanas repetidas.
Pero fui sucesora de destierros,
locataria de extrañas pestilencias,
poseedora de harapos,
de falacias,
de fracasos,
de noches como siglos,
de esta dureza hostil
de la demencia azotando caderas encendidas.
Porque me fue negada la ventura,
porque no hubo temblores ni crepúsculos,
porque este vientre amartilló el silencio
y siempre ha sido tarde en mis relojes,
tarde para la luz
y las semillas.

Desde el trueno sin nombre.

Mira dentro de mí.
Desde el silencio
de los verbos cayendo sin medida
sobre los ciegos pliegues del milagro,
desde el tiempo desnudo,
desde el trueno
fecundando los úteros de escamas,
desde los minerales
promoviendo toda su perentoria orografía
entre espermas de nubes y mareas
cuando aún no eran árboles ni pájaros
sino insulares sombras escarpadas,
desde las espesuras de la greda
pulsada por aquella alfarería torneando las caderas,
las cinturas,
los muslos poderosos,
la inocencia,
desde el soplo de estirpes embrujadas,
yo fecundé,
tenaz,
para tus miedos,
este refugio abierto en la ternura
donde arribar si estallan los naufragios
o las esclusas rotas por el légamo
desmadejan sus hebras de argamasa.
Y erigí,
con tu rostro entre mis párpados,
el polen de mareas insurrectas
mientras paría la tierra su estatura
y andaba el corazón a la intemperie
descubriendo el reverso de las máscaras.
Y guarecí este amor de los diluvios
y encendí el torbellino de mis lirios
y forjé en ese tiempo inhabitado
cada borde de lluvia,
cada nombre
que reclamaban fauces sin amarras,
por fundirme en tu esencia,
por nacerme,
una vez
y otra vez,
de tu costado
ya que no somos sino aquellos cuerpos
descubriendo el dolor,
por farallones,
en la sexta matriz de las mañanas.

Cuando me miras.

Cuando me miras,
hondo,
hacia el silencio,
con ojos de caricias paralelas
donde todo el amor me está llamando
siento que soy,
al fin,
más que mi boca,
más que esta piel plural,
más que mi nombre,
mucho más que el perfil y los cabellos,
más que el linaje seco de mi sangre,
más que el óvalo herido de mi rostro
y los rictus de agobios heredados
que reflejan las lunas del azogue.
Entonces,
como ríos insolentes,
sin diques,
sin compuertas,
sin timones,
como musgo de luna en la intemperie,
como los huecos ávidos de ocasos
que marchitan la luz del horizonte
se atizan las hogueras del estío,
se encienden los jazmines en la sombra,
se rebelan milagros en hilachas
y los pájaros llegan a mis manos
a parir la liturgia de sus voces.
Sólo porque tus ojos en los míos
navegan un enigma en espirales,
sólo porque maduras mis espigas
con el conjuro espeso de tus lámparas
y tu aroma de viento
y tu llovizna
y tu tenaz dulzura sin rincones.

Estrenar la ternura.

Ven a mi soledad,
hoy que la vida
gravita sobre vértices de sombra,
roza el pórtico azul de la esperanza,
se ofrenda a los desnudos incisivos
como una luz espléndida y madura,
que gotea una escarcha parturienta,
amamantando sueños extendidos
con la absurda impaciencia de la savia
mientras despuebla
el cauce sudoroso
sus cortejos de anémonas nocturnas.
Ven a mi soledad,
es el instante de tenderme tus manos infinitas
para saciar la sed de los jazmines
y desceñir silencios germinales
y embriagarme de vos en la penumbra.
Es tiempo de vendimias tutelares,
de racimos,
de cantos,
de preñeces,
de trizarnos a golpes de rocío,
como resecos cántaros de greda
desvelados de amor bajo la luna.
Es el momento de fundar los puentes
hacia donde se expanden las caricias
y no conceden treguas los susurros.
Ven a mi soledad.
Te necesito.
Quiero estrenar contigo esta ternura.

Preguntas a mi infierno.

Aquí estás,
vida mía,
a mi costado,
habitante interino de mezquinas premuras,
rehén de los conflictos subterráneos,
ajeno a este creciente desamparo
y al destino final de mis tinieblas.
Ignorando que junto a tu naufragio,
filamentos de llantos solitarios
enredan sus marañas de sospechas
e interrogan al fondo de la noche
desde la luz sedienta de mi pena.
¿Qué pasará cuando este amor segado
se destierre a los claustros del desprecio,
cuando excomulgue el cielo sus racimos
y abdique a tu perfume, entre otros cuerpos
que seduzcan la piel de su vergüenza,
cuando sus manos,
secas y desnudas,
ya no puedan asir más que orfandades,
ya no puedan oír más que el hastío
y encuentren en mis labios polvorientos
sólo espectros de dalias y luciérnagas?
Y tú aquí,
vida mía,
a mi costado,
sumergido en eclipses inquilinos
de agravios, soledades y silencios,
repudiando mi sangre en rebeldía,
envuelto en tu sudario de ceniza
hasta que llegue el tiempo de las sombras
y sean perentorias las respuestas.

Todo cuanto existe.

Para ejercer el trueno, combativo,
dueño y señor de abismos,
de volcanes,
caes como un relámpago imprevisto
sobre caderas de contorno herido
y cinturas de arcilla derrotada.
Te sientes heredero del dominio
y en esa travesía hacia el silencio
- después del armisticio y la cautela
que sigue a su ansiedad espigadora –
exilias,
en el humo,
la distancia.
Esa fatiga es todo cuanto existe,
el oscuro mandato, la ordenanza
que en sus pactos,
en códigos secretos,
en negros conciliábulos
y a tientas,
los hombres redactaron con migajas.
Pero el alma reclama la ternura,
un retoño de sol bajo los párpados,
manojos de amapolas indulgentes,
genuinos territorios de caricias,
confidencias,
capullos en rodajas.
No le alcanzan los dientes implacables,
las sílabas convulsas,
los suspiros.
No le bastan las ráfagas de esquirlas.
Entonces se rebela,
desvirtúa esa vulgar contienda,
esa batalla.
Testimonia que todo cuanto existe
en esa orografía incandescente,
en esa orografía cegadora
no es más que un balbuceo,
una impostura,
una turba de historias maniatadas.
Testimonia que siempre es opresivo
aceptar los convenios arbitrarios
y obligarse a la sombra,
a los eclipses.
Por eso es necesario el manifiesto
y presentar la prueba apasionada:
la mitad de este sueño inadvertido
que aguarda un sortilegio,
una liturgia,
algún vitral de asombros desvelados
donde encontrar,
sin furias ni tormentas,
la impecable mitad de su esperanza.

Amargas geografías.

Cuando tu sed bebía de otros cuencos,
cuando emigrabas a otros territorios
a seducir geranios clandestinos
y saqueabas mi llanto avergonzado con esa,
tu osadía escandalosa,
y zurcía la piel de tus traiciones
y ocultaba centurias de mentiras
y tu desprecio me trizaba el alma,
continuaba ordenando los fragmentos
con temblor de simientes dolorosas.
Porque yo no tenía otras urgencias
que esa limosna ruin de tus abrazos
hasta que él me encendió,
como a una hoguera,
y aquel combate azul de mi deseo
tuvo,
otra vez,
trinchera de palomas.
Ahora enredo a bolillo los silencios
mientras escucho el ritmo de tus dudas
persiguiendo su espectro en la nostalgia
donde claudican savias impacientes
y engarzo las aldabas engañosas.
Transito estas amargas geografías
sintiéndome extranjera de tu cielo,
desvelo cada pulso
y agonizo
y muerdo cada letra de su nombre
sepultada entre túmulos de sombras
y oculto el resplandor tras mis murallas
con miradas esquivas,
con suspiros,
con preludios de fuego en rebeldía,
con sonrojos,
con cónclaves de luna,
con texturas de sueños sin memoria.

La magia amordazada.

La noche...
vos...
y yo...
y este silencio alcanzando las bóvedas vacías,
hollando los senderos del abismo,
soterrando los pulsos primordiales donde vierte sus cálices el tiempo.
La noche,
vos y yo
y este naufragio que se destroza contra tu fatiga
sin reflejos ardidos que permitan
presentir el contorno de tu rostro
entre los arrecifes extranjeros.
Nadie sabía que
después del trueno,
por muñones de orillas sumergidas,
las penumbras hostiles y jadeantes
clavarían sus secas dentelladas
en las enredaderas de mi sexo;
que después del torrente de caricias,
por la ondulante sed de las caderas,
el lenguaje porfiado de las piedras
crecería,
saciado de mordazas,
hasta ahogar las palabras en el pecho;
que después del desnudo paroxismo,
párrafos de vacío encabritado
sellarían los huecos insondables.
Nadie sabía que después del soplo,
en la oscura agonía de mi lecho,
yaceríamos,
ebrios de intemperie,
saciados de orfandades,
desvalidos,
maniatados por secas soledades
al reverso amarillo de la noche,
la noche, vos y yo...
y este silencio.

Mis insomnios hipócritas.

Te vistes en la noche,
despacioso,
con gesto de ladrón y madrugada,
envuelto en el silencio,
entre las sombras,
evitando que un eco se desboque
y no puedas cargar con tus urgencias.
Dejas huecos de olvido en mi costado
mientras socava el óleo las clepsidras
y te alejas de mí,
como se alejan
las remotas esferas siderales
por el contorno antiguo de sus huellas.
Otro rostro te enciende la distancia,
otra voz,
otra sed,
otras caricias,
otro surco propicio a la tibieza,
otros senos de amores fecundantes
derramando perfiles de sospechas.
Por la fugaz textura de las sábanas
se desliza un aroma irrepetible,
se adhiere a este sigilo que me dejas
cuando fundo el insomnio,
cuando oculto
esta hilacha de amor en mi tristeza.
Inmóvil,
en la orilla de mi lecho,
escucho precauciones naufragantes,
adivino rituales y conjuros,
presiento las cautelas a mansalva
en tanto inicia el corazón la ausencia.
Y en el legado de tus mezquindades,
estremece mis secos desamparos
una turba de ortigas y serpientes
y el sollozo me estalla en la garganta
como erupción de lúgubres miserias.
Esta cruel mascarada
y sus asombros
me agobian con su azul hipocresía
pero no tengo más,
pero no tengo
más que esta geografía de intemperie
donde estableces todas tus limosnas
y asesinas mi amor
sin darle tregua.

Cuando el amor sucede.

Es difícil andar por los senderos
ahítos de intemperies amarillas
cuando el amor sucede,
de repente,
sin respetar arrugas fastidiosa
s ni conjuros de sal
ni calendarios.
Es difícil andar el mediodía
con el sueño desnudo...
y la nostalgia
aguardando unos ojos subrepticios
que eximan esos coágulos rebeldes
y censuren los odres del cansancio.
Sobre todo si hay un andén de noche
que insolenta fogatas de caricias
y el eco de sus trenes espectrales
aún vaga entre brumosas estaciones
perdidas en un tiempo sin presagios.
Sobre todo si enero está tan cerca,
si hay rastros de diamelas en la brisa
y un temblor de cigarras impacientes
hiere el silencio antiguo de las sombras
con su luz de verbenas y verano
y el hastío tramó,
entre los insomnios,
texturas de tinieblas oxidadas,
si se torna forzosa la imprudencia
y no importa la voz
ni las miradas
ni las lejanas lenguas del ocaso
y ya no es dable detener al viento
que cabalga,
sin riendas ni cabestro,
sobre la grupa dócil de los sauces.
Sobre todo
si al fin uno comprende
que hay ortigas pariendo silabarios,
nombrando las caricias sediciosas,
sustantivando nuevas esperanzas
y hay un misterio afuera,
aconteciendo,
y un concilio de bronces y hojarascas
reclamando los diezmos necesarios.
Sobre todo si un beso,
en la distancia,
ha caído al caldero del hechizo
y pese a los albergues del otoño
el amor nos sucede,
de repente,
alcanzando la altura del milagro.

Para sobrevivientes.

Regálame tu espalda.
Quiero verla
inaugurar su exilio derribado.
Quiero verla marcharse de mis sueños,
sin huellas,
sin cordeles,
sin guijarros, por los dédalos mudos del poniente.
Regálame tu espalda,
te lo ruego.
Vuelve a tus calendarios ordenados,
a tus hipocresías enfermizas,
a tu anónima bruma,
a tus insomnios,
para nunca
y jamás
y para siempre.
Quita de mí tu gesto compasivo.
No te engañen mis ojos de naufragio
ni te fascine su árida desdicha
ni mis manos desiertas de palomas,
con su temblor de tréboles silvestres.
Antes de ti,
la vida ha acribillado
mis murallas,
mis fiebres,
mis ternuras,
con secos proyectiles implacables,
pero he restablecido los andamios
y erguido fortalezas transparentes.
Porque soy luchadora empedernida,
porque nací del vientre alucinado
donde expiran las frágiles corolas
bajo navajas de impiedad tajante,
donde no hay esperanzas
ni vertientes,
donde extienden las zarzas sus espinas
y el cardo y el abrojo y las ortigas
fundan su identidad de barricada,
donde
- por ley escrita en las arenas -
sólo se gestan los sobrevivientes.

Carcelera del viento.

¡Qué locura raída!
¡Qué locura!
¡Qué condena de buitres y peñascos!
Levantarme a los días amarillos
con la furia asediando los relojes
y los celos colgando de la enagua.
Sentenciada a morir con la sospecha
rondando los derrumbes de mis lunas
y una zozobra cruel
que se empecina
en trepar por despojos de alminares
procurando tu huella en la distancia.
Sentenciada a este fallo inapelable
de hurgar en tus secretos,
a hurtadillas,
de hostigar los aromas sigilosos
o la estría invisible de un cabello
en el ángulo infiel de tus solapas,
de escudriñar indicios fugitivos,
de acosar otros rostros,
otros labios,
de amarrarle candados a tus vuelos,
de recortar tus lacios horizontes
con tijeras de sombras emboscadas.
Siempre lejos del álamo y la lluvia,
siempre acechando risas en el viento.
Aferrada al perfil de tu fastidio
que se exilia detrás de los azogues
para apremiar respuestas escarpadas.
Sucede que el olvido es un insomnio,
tiene ojeras de infamias repetidas
y párpados de injurias sin sosiego
que amotinan la voz de mis abismos
mientras muerdo traiciones
en la almohada.

Trinchera de panales.

Oigo tu voz de níspero salvaje
hundiéndose en los cálices del alba
y escucho la alegría de los pájaros
edificando el sol entre las hojas,
recortando perfiles al silencio.
Y mayo se espereza
y abril muere
y nuestro amor apresta los fusiles
para amparar la vida que nos queda
en esta azul trinchera de panales
donde agazapan su orfandad los sueños.
Acércate a mi espalda,
pon tu espalda
apoyada en mi espalda combativa,
eriza los vallados,
las cautelas,
encrespa los oleajes del rocío
y amartilla los puños,
por supuesto.
Si hemos de defender cada mañana,
cada andrajo de nube,
cada noche,
es preciso que unamos las vigilias
y erijamos prudentes barricadas,
portales levadizos,
parapetos.
Si hemos de defender,
con insistencia,
este baluarte fiel de la esperanza,
esta complicidad de la ternura
golpeada por arietes despiadados,
por catapultas de odios al acecho,
se hace preciso amar sin atenuantes,
montar las estrategias necesarias,
proteger la ilusión del horizonte
con una artillería de palomas
que arrase la parábola del cielo
y un blindaje de luna entre los sauces
y misiles de polen migratorio
y andanadas de ocasos florecidos
y una constelación de anteras grávidas
minando de amapolas los senderos.
Si hemos de defender,
de tanto en tanto,
la geografía de este amor anónimo,
presentemos batalla a la rutina
y en estado de alerta los otoños,
sublevemos las pieles,
compañero.

Es preciso el silencio.

No importa
si detrás de las puntillas,
detrás de los presagios persistentes,
detrás de esta memoria de los bronces
evocando el anuncio de otro cielo
se aproxima la noche a los cristales.
Sólo extiende tu mano,
amado mío,
sobre el cruel torbellino de nostalgia
que me pide un mendrugo de elegía,
una endecha de luna,
algún responso,
vagos ecos de sombra palpitante.
Hoy anduve la vida,
inerme,
ciega,
mientras jirones de odios tormentosos
tatuaban sus guarismos en mi espalda.
Anduve con el alma dolorida
naufragando sin pausas por las calles.
Vi el desprecio tenaz,
negros olvidos,
aristas de maldad parapetada
y párpados saciados de cerrojos
y el andar sigiloso de las fiebres
y la injusticia
y la impiedad
y el hambre
- ese esqueleto duro,
amortajado,
ue no respeta tiempos,
que no mide
el ardor perentorio de su injuria
cuando violenta infancias prostituidas
bajo un precario abrigo de portales -.
Hoy anduve la vida sin coraza.
Me hizo falta tu brazo, compañero,
me hizo falta el consuelo de saberte,
el vigor solidario de tus sueños,
el rotundo pulsar de tu coraje.
Ven aquí, no te vayas,
no me dejes
pero nunca reclames el olvido
ni exilios a discretas barricadas,
no impidas que las lágrimas rebeldes
avasallen mis secas soledades.
Es preciso el silencio
y tu mirada
y tu gesto
y tu voz
y tus caricias...
aunque no alcance al fin,
aunque no puedan
impedir que cercenen,
a mansalva,
la ultrajada inocencia de los ángeles.

Impugno tus mendrugos.

¿Qué encierra su mirada sin distancias,
su risa en cataratas,
su cintura,
su aroma derramándose en la brisa
matinal de rocío
como el musgo
donde sacias tus labios pordioseros,
que no sea algo más que los ultrajes
de enfrentar a mis días agrietados
con su fulgor de arcilla humedecida,
incorporando el guiño temerario
de un descarado calendario en celo?
¿Por qué
en las agonías de mi otoño,
cuando la sangre exige un pulso calmo
y no hay cóleras densas de amapolas
ni borrascosas iras turbulentas
defoliando mis cálices secretos,
cuando derrotas de ascuas ruborosas
deshabitan mis áridas matrices
y la implacable sombra me devora
con dentelladas secas
y los sueños se embozan en sudarios,
agravias con tus torpes espejismos,
este amor de perdón hospitalario,
de cómplices presencias hortelanas,
de historias con promesas y arrecifes
amarradas en dársenas sin tiempo?
¿Qué brújulas cegadas y dementes
extraviaron tus tiernas discreciones,
tu candorosa estirpe de lealtades,
en este absurdo dédalo de luto
que no deja lugar para mi cielo?
No desnuques los párpados.
No llores.
No invadas con disculpas malolientes
mis cepas de intemperies moribundas.
No soporto las dudas que escarnecen
esta sinceridad de los afectos.
No acepto tu vergüenza.
No la acepto.
Recuso tus palabras degradadas,
impugno la razón de tus mendrugos
y rechazo tus torpes felonías
con todos los oleajes de mi infierno.

Mientras me quede vida.

Pese a tantos escollos y guijarros,
a tantas tradiciones inmutables,
a tanto eclipse,
tanto desencuentro,
a tantos estiletes homicidas,
a tantas libertades masacradas,
cuando la piel abdique a su tersura
revelando la huella de los días,
cuando acaso el espejo no responda
al nombre de mercurio que lo nombra
detrás de las ojeras escarpadas;
cuando mueran de sed los calendarios
y haya indicios de otoño entre las sienes
y la savia serena
, cadenciosa,
sólo anhele un ramaje de lloviznas
que suplante huracanes y borrascas;
allá, por el sosiego perezoso
donde una mariposa peregrina
liba el polen vital de los veranos
en la copa traslúcida y copiosa
que enmiela el corazón de las guayabas;
soterraremos barro en adoberas
con vehemencia de manos insaciables
para esculpir, así,
morosamente,
los pacientes relámpagos azules
de este amor con colmenas y fogatas
para seguir queriéndonos,
sin prisa,
por la loca quietud del caserío,
por las cautivas cepas de la tarde,
por el humo que asciende en el ocaso,
por el prado fragante de lavanda,
ejerciendo el oficio de sentirnos
a pesar del olvido,
del silencio,
del toque de nostalgia estremeciéndonos
cuando convocan a oración los bronces
que pincelan el fin de las jornadas,
ejerciendo el oficio de sabernos
mientras pulsen vigilias las arterias,
mientras trencen parábolas los sueños,
mientras nos quede vida,
mientras reste
una hilacha de fuego en las entrañas.

Cercada por el odio.

Voy a odiarte sin pausas.
Voy a odiarte
por las pequeñas lunas masacradas,
por la hoguera lineal del horizonte
donde el cielo sucumbe sin remedio
y devoran el tiempo los ocasos.
Voy a odiarte por todos los minutos
que gotean hacia húmedas sentinas,
por cada menosprecio,
cada ausencia...
por cada herida agónica
he de odiarte,
con un odio famélico y descalzo.
Porque nunca sabré si en el origen,
cuando era tan sencilla la inocencia,
cuando ardía en volcanes el subsuelo,
cuando la luz avasallaba el aire
con vórtices de incendios y guijarros,
cuando la alevosía planetaria
trepaba por la sed de mi cintura
para entregar sus médulas de magia
y acoplaba en los lindes cautelosos
desenfrenos de muslos conjurados,
conseguí que abdicaras a la sombra,
que amarraras al muelle sudoroso
los suspiros desnudos,
la osadía,
las fiebres,
el insomnio,
los eclipses,
la apnea,
los estambres,
los relámpagos,
o si apenas rozaste las fronteras,
la epidermis,
las nieblas vagabundas,
algún esbozo seco de ternura,
el estupor azul,
las espirales,
los márgenes,
los bordes del milagro.
Porque hoy ya no me alcanzan los sentidos,
porque heladas esquirlas de silencio
degradan las oscuras soledades
con borrascas de fuego insostenible
y el odio me ha vencido,
me ha cercado.
Entonces,
no mendigo más palabras
y sólo insisto en derramar los días
desarraigando soles moribundos
entre matas de ortigas emboscadas
muriendo,
amor
y odiándote a destajo.

Urgencias en otoño.

Fecunda mis raíces.
Que la muerte
no nos unja con savias de obediencia
ni nos proclame inmunes a los truenos
ni nos expulse a honduras imposibles
ni nos prolongue en ángulos de escarcha.
Destruye con enconos invasores
el sórdido vitral donde los días
enlutan sus encastres rumorosos
y asedian
entre herrumbres sin olvido
sus congojas de arenas hechizadas.
Restaura la vigilia en los volcanes.
Enhebra cien hogueras desprolijas.
Funda grietas de augurios inconclusos
que desnuquen silencios,
que alucinen enjambres de secretas madrugadas.
Asume el desafío
, alza la vida,
establece estaturas de refugio
donde astillas de viento adolescente
muestren a contraluz cómo el follaje
entreabre sus tinieblas escarpadas.
Arrasa las rutinas implacables.
Calcina mariposas.
Triza el tiempo.
Conmueve con fecundos exorcismos
los nómades insomnios de la sangre
exiliada en anteras subterráneas.
¿Sabes, amor?
Si aguijas las colmenas,
si avasallas sus ávidas corolas,
absolveremos todas las manadas
- coléricas de eclipses y letargos –
en que perras de hastío nos atacan.
Y podremos sentir,
pese al otoño,
que aún somos los rasguños fugitivos,
sinfonías de acordes espinosos,
jadeos quebrantando los ocasos
a golpes de ternura amotinada,
la sed,
la ceremonia,
el laberinto,
retazos de vocablos fantasmales
encendidos por ásperos relámpagos
y ese fragor de forjas impacientes
atrincherando el fuego en las entrañas.

La noche en rebeldía.

No insistas.
Esta noche no es posible
establecer hogueras perentorias
sobre las geografías escarpadas
donde fluyen las lágrimas azules
que violentan el duelo de mis párpados.
Esta noche prefiere ser silencio,
renunciar a las llamas insaciables,
al insomnio de lava,
a las locuras
que avasallan tus secos torbellinos.
Esta noche no acepta los relámpagos.
No insistas.
La pasión es una ausencia.
En la cuna del día agonizante
aquelarres de estériles arpías
amamantan las sombras con sus senos
por las complicidades del ocaso.
Esta noche
muñones de mordazas
conspiran junto a filos de puñales
como muertos siniestros,
vengativos,
erizando rituales con usura
y aguardando su parte de holocaustos.
No insistas.
No responde a tus urgencias,
no la obligues a hollar por el fastidio
de someter el alma a tus embates
con la espalda tendida sobre harapos.
Esta noche no quiere estremecerse
ni que extingas la sed de su hojarasca
con esos aluviones insulares
que sepultan los ciegos girasoles
y escancian,
cuenco a cuenco,
los cansancios.
No violes sus fronteras.
No la toques.
Sus tristezas privadas sobreviven
a cualquier horizonte de fogatas
y va reconociendo,
roca a roca,
el camino fatal de su calvario.
Y en esa dimensión convaleciente,
agobiada por penas y distancias,
es la dueña absoluta de los sueños
que ampollaron allí,
donde hay gorriones
durmiendo en los umbrales del naufragio.

Advenimiento de las pieles.

Detrás de los candiles transgresores,
detrás de verdes tréboles gimiendo
su destino de ajenos amuletos,
entre los aguijones que la escarcha
hunde en las soledades de la tierra
un remedo de muerte enmascarado,
acaso cual si fuera,
simplemente,
espectro de un espectro en los delirios,
pasea por resecas geografías
su sarmentoso báculo de penas.
Es tiempo de plegarias emboscadas,
de las sombras,
del odio,
del olvido,
de esas grotescas risas que sollozan
su guiño de payaso en las esquinas
mutilando a navajas la inocencia.
Es tiempo del desprecio en bandolera,
de derrotados ángeles de arcilla,
de gorriones heridos,
de silencios
negando las harinas generosas
porque el hombre no da ni pide treguas.
¿Presientes ese mundo en agonía?
Es el advenimiento de las pieles,
cuando cae el insomnio a mi cansancio
y abandonas tu mano en mi cintura
como una rutinaria coincidencia
y yo observo en tu rostro cotidiano
esos rictus ajenos que son míos si desbordan el celo de tus labios
o transmigran en muecas miserables
cuando asumen la forma de una ausencia.
Y aunque me cuesta tanto declararlo,
siento un miedo tremendo a no tenerte
y una urgencia por verme reflejada
en los ojos de graves laberintos
que engendran la inquietud de mis tristezas
y a veces quiero pronunciar conjuros
pero no puedo,
amor,
pero no puedo.
Sé que no alcanza ya con las palabras,
sé que hay legiones negras galopando
por la lacia extensión de las praderas.
Sin embargo hoy no quiero tus incógnitas
ni andar la vida a corazón inerme.
Admíteme esta táctica de amarte
con la fuerza soberbia de mis noches
huérfanas de sosiegos y estrategias.

Tras vigilias vacías.

¿Atalaya de qué...?
¿de una promesa...?
Tu silencio es un éxodo distante
galopando
en la noche del engaño
sobre potros de miedo
sin cabestro,
llevando en ancas negras cobardías.
Ha resultado siempre tan inútil
perseguir esa huida de tus ojos
por las sendas oscuras de un infierno
genuino y personal,
irrepetible
hasta en la soledad de mi agonía.
No hay cárceles,
amor,
que te contengan
.Ni hay ofensa mayor,
sin atenuantes,
que abandonarme así,
con estas lunas
rehenes,
prisioneras de mi sangre
en el dique que alzara tu mentira.
¿Atalaya de qué...?
¿de tus traiciones...?
Mis pupilas baqueanas ya no pueden
seguir itinerarios paralelos
interrogando a todos los cerrojo
s la razón de señales fugitivas.
Por eso,
aunque no creas,
estás libre.
Date a volar tus cielos desertores.
Toda esta humillación,
toda esta pena,
todo este andrajo de dolor que llevo,
toda esta sinrazón a la deriva
no debe detenerte
en lo absoluto.
Lo ha resuelto mi vida hecha jirones,
mi esperanza culpable,
mi locura,
mi gajo de desdicha,
mi deshonra,
mi desencanto de odio en rebeldía.
¿Atalaya de qué...?
¿de tus espaldas...?
Mañana,
si la aurora me es propicia
erigiré un rosal sobre el despojo,
algún sueño precario,
pobrecito,
que no requiera un cerco de alabardas
ni llaves oxidadas
ni vigilias.

El corazón descalzo.

Digo que no.
No quiero esta limosna,
tu cielo a cuentagotas,
tus secretos,
tus recuerdos pariendo incertidumbres,
tu enjambre de relojes decidiendo
el ritmo pendular de mis naufragios.
No quiero andar la vida que me falta
sepultando memorias clandestinas.
No quiero descubrir en los espejos,
ascendiendo de oscuras soledades,
a las gárgolas rotas del engaño.
Digo que no
sin importar tu asombro.
Digo que no
sin gritos ni reproches.
Jamás has comprendido
y ya no alcanza
hablarte del perfume de violetas
deshabitando esperas en mis manos.
Digo que no.
No acepto nuevas treguas.
Dejo aquí,
sobre el lecho:
tus mentiras,
un mustio ramillete de cerrojos,
tu promesa de sol,
la indiferencia
y un remedo de amor recién planchado.
Porque digo que no...
y nada me llevo,
solamente una brizna de esperanza,
solamente el otoño,
algún crepúsculo,
el perfil de tu nombre a la deriva
por los cauces heridos de mi llanto,
solamente algún gesto,
alguna estría,
algún roce perdido en la nostalgia,
alguna invitación a la ternura
y envuelto en sus jirones de silencio
llevo,
también,
mi corazón descalzo.

Rutina de la magia.

Me quedo aquí,
de pie,
rebelde y ciega.
Enarbolo estandartes desgarrados,
calzo corazas,
guanteletes hoscos
y escribo (con hilachas de mi sangre)
grafittis insolentes en los muros.
Obstinada,
febril,
contestataria,
insisto en elevar cada recuerdo
sobre la almena inmóvil que el cansancio
ha erigido,
cual ásperas vigilias,
en mitad de destierros absolutos.
Restauro la rutina del asombro
con hebras de memoria,
a pura sangre,
muerdo cada reproche,
cada espera,
cada harapo de piedra naufragando
en la escollera azul de los crepúsculos.
Elaboro brebajes tenebrosos
en los calderos hondos del sigilo
y me bebo de un trago los presagios
y arrastro mi avidez por los misterios
y renuncio a los códigos absurdos
porque no necesito simulacros
ni me conmueven las hipocresías
ni me aferro con uñas quebrantadas
al dogma de un amor decapitado
que sólo puede fecundar mendrugos.
Yo persisto,
tenaz y solitaria,
en mitigar las furias extendidas,
en desarmar los puños del silencio,
en suavizar insomnes cicatrices,
en proteger los cálices desnudos...
y clavo dentelladas a la sombra
cuando se atreve a deshacer andamios.
Es que aún nos queda mucho por construir:
ladrillo por ladrillo,
metro a metro,
por la talla solemne del tributo
y hay que luchar,
sin pausa,
aunque el agobio
quiebre la vertical del regocijo,
aunque la vida
a veces
duela tanto
como una tarde desmayando hogueras
sobre el desorden criminal del mundo.

Cuando nada nos queda.

Si se destierran todas las candelas
y ya nada perfila sus espaldas
ni invade los geranios
ni se yerguen
en áridos cortejos polvorientos
sus manojitos de vergüenza pulcra;
cuando se agosta
como un tallo breve,
como una hoja de roble avasallada
por los exhaustos dedos del otoño
(entre espacios de tiestos invadidos)
esa esquirla de pena diminuta;
cuando nada nos queda,
salvo el odio,
salvo el presentimiento de sabernos
jirones de memorias malheridas,
esencia de rocío a la intemperie
bajo azules tristezas vagabundas
es preciso asumir,
desde la urgencia,
la longitud estricta de los sueños
e interpretar al fin,
sin atenuantes,
la sonata de credos inmortales
que autoriza la noche en tu cintura.
Porque aunque uno remiende soledades,
zurza cada promesa desprolija,
cercene las hilachas del engaño,
hilvane sus alforzas a la muerte
y pegue los botones a la angustia,
se empeña en resurgir,
en darse al viento
como una golondrina confundida,
entregando distancias a la tarde
en busca de recuerdos capistranos
cuando se acerca marzo y su estatura.
Porque aunque uno se hastíe del silencio
y quiera andar las sendas del olvido
insiste,
siempre,
en génesis de yemas,
en maniatar las voces de la infamia,
en desceñir famélicas liturgias.
Entonces sí,
empuñar supervivencias
sin convenios o fríos formularios
que no admitan errores tipográficos,
otrosidigo,
enmienda
o tachadura
y aferrarse a la vida con los dientes,
con la sangre escarpada,
con las uñas.

A espaldas del silencio.

Amarte así,
en el límite del mundo,
con la paciencia gris de la llovizna
cuando cae saciando girasoles,
con breves extravíos de relámpagos
y honduras pertinaces de silencio.
Amarte con frescura de rocío
y ramajes de greda desprolija,
con las manos ciñendo
en la penumbra
cuellos de hipocresías cotidianas
porque es preciso restaurar los sueños.
Como si no existiera otro destino,
otro muelle,
otro exilio,
otra esperanza
ni mayor devoción
ni otra doctrina
que esta plural liturgia de abrazarnos
y deshilar mi voz junto a tu pecho.
Amarte así,
despierta y anhelante,
sin decir
casi nunca
que te quiero.
Pero reconstruyendo las urgencias
toda vez que las uñas del hastío
desgarran la textura de sus cuencos.
Porque,
después de ti,
sólo me queda
andar peregrinando en las tinieblas
con todo el corazón hecho raíces
y defender,
con fuerza apasionada,
la longitud de calendarios ciegos
y honduras de secretos repetidos
y susurros
y abismos
y horizontes
que abreven en calderos ambarinos
su sed de apasionadas espesuras.
Porque,
después de ti,
sólo la noche
naufragará en la orilla de mi cuerpo.

Después de las borrascas.

Y después del amor,
después del trueno,
después de los asombros desolados,
después de los jinetes epidérmicos,
de desnudos jadeos en jauría,
después del estallido
y la distancia,
cuando se desvanecen los temblores
y el deseo dispersa los anillos,
cuando nos tiende la pequeña muerte
el asombro total de su emboscada,
aún debemos tener entre las manos
el vértigo voraz de la alegría,
aún debemos reunir toda la fuerza
para andar las arenas incesantes
de esta vida sin vuelos que nos falta,
invocar los rituales misteriosos
y tejer talismanes milenarios
que resuciten las estirpes rotas
o que enciendan candelas en la luna
con el fulgor caníbal de sus brasas.
Por eso no permito que te marches
hacia las sendas mustias del tabaco
y busco,
en el refugio de tu risa,
un panal de violetas sorprendidas
que lo nutra con mieles encrespadas,
un hechizo de arena,
algún brebaje,
un código de estrellas resistentes
que lo ampare de torvos maleficios
y lo conmine a conservar los sueños
después del holocausto
y la borrasca.

Con los puños cerrados.

Desde el fondo de un tiempo sin rituales,
desde un tiempo de oscuros sortilegios
y orfandades
y páramos de llanto
agostados por cóleras azules,
he llegado al final de las tristezas.
Soy un eco de pálidas liturgias,
un diezmo de plegaria,
una elegía,
una pena demente
mutilada por ráfagas confusas,
por delirios,
por oscilantes filos de vergüenza.
Traigo siglos de hastío en las pupilas,
centurias de traiciones,
de congojas
y un ramillete mustio de intemperie
ceñido a las solapas cotidianas
por lazos de mentiras y de afrentas.
Algo de tus herrumbres ha quebrado
el antiguo andamiaje de los sueños
y me ha precipitado a los abismos
donde una roja elipsis afiebrada
encabrita marañas de azucenas.
Y aquí estoy,
con los dientes apretados,
rasgando el corazón por no quererte.
Estoy aquí,
blanqueando los nudillos,
mordiéndome los labios,
extraviada,
desnuda,
desafiante,
herida,
ciega...
tensando las hilachas de mis odios
por maniatar la luz de la memoria,
los recuerdos que claman armisticios,
por trenzar amuletos,
talismanes
que me exculpen de rabias encubiertas
y me libren de hollar este destierro,
de caminar mis vastas soledades,
de agonizar aquí,
sobre este muelle
oculto entre la sombra encarnizada
y así,
azotada por espuma y viento,
aguardar el bajel de los olvidos,
el navío de jarcias andrajosas
errando su convicto desarraigo
bajo lunas de insomnio impenitente
sin nombre,
sin destino,
sin bandera.

Acerca de la autora

Acerca de la autora
Centro Cultural San Domingo - Oaxaca (México) 2004

Biobibliografía

Norma Segades Manias, Santa Fe, Argentina, 1945. Ha escrito *Más allá de las máscaras *El vuelo inhabitado *Mi voz a la deriva *Tiempo de duendes *El amor sin mordazas *Crónica de las huellas *Un muelle en la nostalgia *A espaldas del silencio *Desde otras voces *La memoria encendida * A solas con la sombra *Bitácora del viento *Historias para Tiago y *Pese a todo (CD) En 1999 la Fundación Reconocimiento, inspirada en la trayectoria de la Dra. Alicia Moreau de Justo, le otorgó diploma y medalla nombrándola Alicia por “su actitud de vida” y el Instituto Argentino de la Excelencia (IADE) le hizo entrega del Primer Premio Nacional a la Excelencia Humana por “su meritorio aporte a la cultura”. En el año 2005 fue nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito local, nacional e internacional”. En 2007 el Poder Ejecutivo Municipal estimó oportuno "reconocer su labor literaria como relevante aporte a la cultura de la ciudad".